La secuencia es como sigue: martes, huelga salvaje de metro en Madrid (que es como deberían ser todas las huelgas, porque si no, no se entera ni Dios de que le pasa algo a un colectivo). Autobuses hasta las trancas, si es que paran. Sarita y yo, conmocionadas con la última peli de Rodrigo García, espachurradas, de puntillas para agarrarnos a la barra estratosférica y pegadas a la picadora de bonobuses. Señora que se levanta. Niño que va a sentarse donde estaba la señora, azuzado por su madre, que muchas veces somos las madres las que hacemos los niños vagos. Típico caballero español, de ochenta y pico con su bastón y cara de malísima leche, se centra en el asiento y empuja al niño: "No, no, yo había dejado sentarse a la señora, pero al niño, de ninguna manera". Flipo en colores. La señora que se ha levantado se parte de risa tapándose la cara. El niño flipa más que yo. La madre no da crédito, pero no dice nada. Y Sarita, en la parra mientras yo repito en voz alta: "¡Qué fuerte, no tengo palabras!" "¿Qué pasa?" "Nada, luego te cuento" La señora sigue riéndose. Y ahora viene la batería de preguntas:
¿Por qué deja el caballero español que se siente a su lado a una señora y no a un niño que abulta la mitad? ¿Por qué cede su asiento una señora que no va a bajarse? ¿Qué estaba haciendo el caballero español en el amplio asiento que no llega a ser asiento doble? Dejemos volar la imaginación. Espero ansiosa la respuesta a estas preguntas, a ver si conseguimos escribir una novela colectiva.